A oscuras en pleno siglo XXI En el caserío de El Draguillo continúan sin electricidad, pero sus pocos habitantes dicen que es el mejor lugar del mundo

MARYORIE GONZÁLEZ / SANTA CRUZ DE TENERIFE Los residentes del caserío de El Draguillo, situado en Anaga, tienen que pasar las noches a dos velas. Con el candil en mano y con sumo cuidado para no caerse por las calles empedradas del pueblito, Inés Marrero González, de 83 años, pasa así sus veladas en este singular paraje del macizo. Es una de las pocas residentes que permanece en la zona los 365 días del año. Juan González, Luis González y Polo González son otros vecinos que continúan en la localidad.

El Draguillo se erigió hace más de 300 años. Son muchas las generaciones que han vivido entre estas verdes montañas de Anaga. Pero parece que el tiempo no pasa por este caserío de casi 30 viviendas, que mantiene intacto todo como un siglo atrás.

Sin luz, sin teléfono y sin agua en las galerías para poder regar. En estas condiciones intentan sobrevivir los cuatro residentes fijos, quienes no demandan grandes lujos, sino lo básico para salir adelante. Entrar en este pueblo perdido es viajar en el tiempo y trasladarse a otra época. Un enorme drago recibe a los turistas y curiosos e invita a pasear por los senderos de las laderas. El silencio sepulcral recorre cada rincón que solo se ve interrumpido por el sonar a lo lejos de las olas de la costa.

En el único banco de todo el enclave, Luis González se sienta a contemplar las montañas, mientras acaricia a Julián. "Es manso el gatito. Siempre me hace compañía", comenta. González ha pasado todos sus 78 años en este punto y aunque reconoce las numerosas carencias, no se ve en otro lugar que no sea El Draguillo, el mejor del mundo para todos ellos para vivir. "Mis abuelos y mis padres pasaron su existencia aquí y todos mis recuerdos y vivencias pertenecen a este lugar, así que aquí es donde quiero residir", explica.

La familia González ha colonizado el pueblo. "Todos los vecinos son parientes", destaca Luis González. Este oriundo es uno de los pocos que aún permanece a diario en el barrio. Su hermano, sobrino y su cuñada también son residentes fijos.

El hermano de Luis, Juan González, acaba de llegar a su casa. Viene de su paseo diario por las huertas y al percatarse de la presencia de una periodista se acerca para saludar. "No suele venir mucha gente por aquí", comenta alegre. Juan también lleva sus 73 años residiendo en este caserío, donde reconoce que el aire fresco y la tranquilidad son sus grandes aliados. Disfruta despertándose cada día con los primeros rayos del sol, "ya que es imposible tener un despertador". Tras un nutritivo desayuno a base de leche y gofio se dispone a empezar la jornada. Un paseo y pequeños arreglos en su casa le bastan para entretenerse. "He crecido sin grandes cosas materiales, pero la luz sería una gran ventaja", reconoce, al tiempo que muestra un interruptor para demostrar la carencia de electricidad.

En la blanca pared de la cocina, un teléfono de los años 80, bastante desgastado por el tiempo, espera que alguien lo descuelgue y marque sus números. "No suena desde hace mucho tiempo. Funcionó durante 10 años, pero ahora no tengo ni teléfono".

En la terraza con vistas al mar, varios cubos se acumulan para aprovechar cualquier gota de agua de la lluvia. Las casas cuentan con agua corriente, pero no la pueden usar para regar, ya que supondría un enorme gasto. Por eso las huertas se han secado con el paso de los años y las fincas se han vuelto yermas. Según cuenta Juan, "antes teníamos una gran galería de agua, pero cada vez llueve menos y no es suficiente para poder cultivar". Las fincas se muestran desangeladas y donde antes había papas, tomates, zanahorias y habichuelas ahora brilla la mala hierba y algunas tímidas lechugas y plantas de millo.

La agricultura ha supuesto el principal medio de vida para los residentes, además de ser una de las distracciones para pasar las horas. "Pero con la falta de agua, ya no podemos dedicarnos a lo más que nos gusta hacer y lo único que conocemos", señala Juan. Su vecino explica que al secarse el naciente de agua ya no se puede ir a regar la fajaneta, refiriéndose a un terreno de tierra cercano que antes solía cultivar.

Justo en la puerta de la entrada de la casa, situado en el suelo, una trampilla desvela que existe toda una instalación preparada para albergar la electricidad que ilumine a todo el caserío. Los residentes saben que la obra está hecha y que "tan solo queda enhebrar y conectar cuatro cables para tener luz en casa". Pero lo que desconocen es por qué razón no "se han dignado en hacerlo".

Los residentes se sienten aislados completamente del resto de poblaciones. Y estas carencias influyen para que el sentimiento de desconexión con el resto del mundo sea mayor. "No sabemos nada de lo que ocurre. No tenemos televisión, ni radio y por supuesto que hasta aquí no llegan los periódicos", critica Juan González.

Con el transcurrir de los años, El Draguillo ha tenido que ver cómo sus residentes abandonaban el lugar para ir en busca de mayores comodidades y oportunidades en otras localidades de la Isla. Si en 2000 había más de 10 residentes fijos, ahora tan sólo quedan cuatro. "Si tuviéramos luz mucha gente no se habría ido", apunta Luis González. La mayoría de los jóvenes han optado por abandonar el paraje e instalarse en otros barrios que se adaptan más a los tiempos que corren. Polo González es el único que se ha resistido a marcharse. Con la azada en una mano y el martillo en la otra, regresa cuesta abajo de realizar las labores cotidianas. Tiene 35 años y aunque sabe que no hay muchas distracciones, es feliz viviendo en plena naturaleza. Lo que más le preocupa es el estado de la carretera que conecta con el pueblo de Benijo y que tras la riada del 4 de febrero continúa sin arreglarse. Las rocas y piedras se apoderan de la calzada, ocupando el espacio destinado a la circulación de los coches. Por lo que se dificulta aún más el acceso a el núcleo de El Draguillo.

En la última reunión mantenida con la concejal del Distrito, Sheila Trujillo, ésta les aseguró que la vía se arreglará a partir del próximo día 15 de diciembre, pero Polo se muestra bastante incrédulo. "Veremos si cumplen sus promesas, pero hasta que no lo vea, no me creo nada", comenta.

Inés Marrero pasea tranquila por las calles. Se ayuda de una caña a modo de bastón y afirma que "aunque tengo un hueso escachado, no me privo de mi caminata diaria". Vive completamente sola en su casa y cuando llega la noche siempre tiene unas cerillas y una vela cerca para conseguir algo de luz. Sus hijos y nietos vienen a visitarla todos los domingos, pero el resto de los días se las apaña sin nadie. Reconoce que es duro y que la procesión se lleva por dentro, pero "esta es mi casa y no me iré". Como ella, El Draguillo sigue desafiando al paso del tiempo, un barrio en el que, cuando se esconde el sol, la luna es la única luz que ilumina tenuemente sus calles.

Comentarios

  1. Gracias a La Opinion y a Maryorie y Delia, por haberse llegado hasta aquí, aún habiendo Alerta Amarilla en la zona.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario